El treinta de mayo de 1994 muere Juan Carlos Onetti, lejos de su natal Uruguay pero siendo ya un referente de la literatura latinoamericana, legado que ha crecido en los últimos años al ser reconocido como uno de los primeros y principales autores con voz, temas y búsqueda literarios propios del siglo xx, precursor y antecedente inmediato de los autores del boom aunque un tanto lejano al realismo mágico de Cortázar y García Márquez o la narrativa de contexto histórico de Vargas Llosa y Carlos Fuentes, más cercano a un existencialismo contemporáneo a La Peste y hasta entonces inédito en la literatura de nuestro idioma.
El autor se exilia en España desde 1975, tras un breve encierro de la dictadura militar de su país; en su siguiente obra, Dejemos hablar al viento, publicada en 1979, se encuentra la consolidación de un estilo bien característico donde novelas anteriores como La Vida Breve, Juntacadáveres y El Astillero son parte de un mismo impulso vital, no sólo en el estilo y aparición de algunos personajes entrañables como Larsen o Díaz Grey sino además la ubicación en Santa María, ciudad porteña mítica creada por el autor a lo largo de los años, que integra y da cohesión a sus obras en una superestructura a la que también pertenecen algunos cuentos y retomada en Cuando ya no importe, última obra publicada un año antes de morir.
En las obras de Onetti no hay tantas acciones como consideraciones ni tantas descripciones de sucesos como el pensamiento de sus personajes o esa fatalidad que como narrador omnisciente impone a lo descrito: reflexiones profundas y vitales, narraciones psicológicas de seres solitarios con diálogos internos intercalados, brincos intempestivos de la voz narradora a distintos personajes o momentos de la posible historia, desdoblamientos y ambigüedades narrativas a las que se van sumando cada vez más precisiones emotivas, que hunden a los lectores en todo un estado mental del cual es muy difícil querer salir.
Onetti describe con un lenguaje ácido y herrumbroso, ensuciado y agrio a seres entristecidos a quienes impone amores y felicidades fatales, esperanzas efímeras, suciedad e inocencia; les rodea de humo y mentira, crudeza y una pesada fatalidad afrontada con estoicismo. El autor nos coloca los anteojos manchados por el cual hace mirar la realidad a sus personajes y desde ahí nos deja suponer, pues los laberínticos desenvolvimientos ya no de la historia sino de la vida misma jamás nos harán estar seguros de lo que está por suceder, ni siquiera de lo acontecido hace instantes; sus historias y temas son muchas veces inaprehensibles, el autor se niega a una línea narrativa y sus obras se convierten en grandes intrigas, historias al inicio incomprensibles que se van desplegando para terminar mostrando lo despiadado que suele ser la vida. No hay guiños ni concesiones al lector, lo cual hace más sentido su encuentro, llegado el momento, con la razón de esos mundos.
Onetti nos habla de una tristeza y frialdad familiar a cualquiera, de los roces con la muerte o tan sólo su idea que a todos nos han ocurrido, nos hace ver una podredumbre en la vida que siempre ha estado ahí pero no la habíamos notado, sobre todo que no se irá. Pero también de un amor puro e idealizado, a veces crudo o triste, sucio y despiadado, carnal o tiernamente desconfiable pero profundo siempre, siempre es profundo el amor en esas páginas pues al mismo tiempo todos esos sitios y personajes nos hablan de una misma conciencia integrada por Onetti y su lector, donde cada calle y cada gesto de cada personaje conjura aún más esa comunión que habla de la condición humana, sus mentiras e ilusiones vanas sin pudor alguno, maquillaje o falsa ilusión: el olvido, la vejez, la mentira, el deseo apagado, la podredumbre del alma, la ceniza del cigarrillo esparcida fuera y alrededor del cenicero. La tristeza, el olvido y dejar de querer, de creer, ver irse la vida, todo con una ternura y compasión difícil de superar, que nos hace regresar a sus lectores, una y otra vez, a Santa María y sus rincones existenciales. Leamos a Onetti.