/ lunes 29 de julio de 2019

Amada Mortal

Amada Mortal

Víctor Hugo Pérez Nieto

Disfrutaba una cerveza clara y el aroma de un lejano puro de vainilla en uno de los cafetines frente al Conservatorio de las Rosas. Era la tarde perfecta de un verano con muchas reminiscencias. El ocaso doraba las canteras húmedas de la que fue por años mi escuela y mi casa, desde donde se desprendía un arcoíris que comenzaba en un alféizar y derrumbaba el falso mito de que nadie conoce su inicio —o su final—. Estábamos a mitad del verano y aunque el calor sofocaba, bajo la sombra de los álamos del Jardín de las Rosas se paliaba un poco la sensación térmica. El inconfundible aroma de un perfume Versace me hizo voltear. Parada detrás de mí estaba Julieta Wolnik, una chelista canadiense a quien apodé “mi condesa Giulietta Guicciardi”, viejo amor de la juventud, de cuando aún soñaba con ser compositor y combinaba la carrera de medicina con la música. Luego del protocolo y los abrazos, ella comenzó la corta charla:

-Me casé en Montreal con un guitarrista que compone milongas y me fui a Argentina. Vivo en Bariloche desde hace 20 años, pero cuando es invierno allá regreso a Morelia a pasar el verano, no imaginas que duro es el frío en la Patagonia.

-Lo sé, hace dos años quedé varado allá en una tormenta de nieve. De haber sabido que vivías en San Carlos te habría buscado.

-¡Imposible!, mi marido es un gaucho cimarrón muy celoso, te hubiese hecho papilla. Alguna vez le conté de ti. Te conoce y sabe que la distancia no cura ni las gripas. Cuando escribiste un artículo —Claro de Luna lo llamaste— en el cual hablabas sobre lo nuestro, casi lo mata un cólico.

-Veo que has estado al tanto.

-Te he espiado un poco en las redes y sé lo de tu piano por mi culpa, y también que tienes un niño que más que ser similar a ti, es clon tuyo , ¿qué edad tiene?

-Cumplió cinco.

-Lo he visto tocar, ojalá no salga un excéntrico como su padre, que va en contra de todo, persiguiendo utopías, ¿recuerdas cuando nos conocimos?, estabas obsesionado con terminar el tercer movimiento de la Sonata 14 de Beethoven.

-Lo recuerdo, las introspecciones son bárbaras, por eso le voy restringir a mi hijo ciertos filósofos hasta donde pueda: nada de Kierkegaard, Camus, Sartré, o Hesse, será más feliz si comienza con los clásicos. Además, por fortuna, cuenta más con el temple taciturno de su madre. Tengo una hija adolescente que para su desgracia, si sacó mi temperamento, cumplió 18 y ya cree que se manda sola, por eso hace tiempo no nos hablamos. Se comporta tal y como yo lo hacía a su edad. Nos tenemos bien tomada la medida y la distancia.

-¿Sabes? También tengo un hijo un poco mayor. Ahí viene. Llega conmigo los veranos a perfeccionar su técnica en el Conservatorio. Es pianista. Por cierto, no se parece en nada a su padre, ni siquiera el gusto por la guitarra heredó. También es un existencialista que promueve la creatividad y la locura como forma de avanzar y se alarma por la insuficiencia de conocimientos filosóficos en la vida diaria del hombre común, que la convierte en un semillero de miserables pretensiosos e hipócritas sin que siquiera se percaten”.

El joven llegó y me extendió la mano con cortesía mientras Julieta Wolknik (para mí la condesa Giulietta de Guicciardi) apagaba su puro y se despedía.

-Chao, espero encontrarte mañana, la próxima semana, o alguna otra tarde, o, tal vez en 20 años, ¿quizás?, aquí, frente a nuestro colegio. Mi hijo está obsesionado con terminar este ciclo el estudio Op 25 No 11 de Chopin antes de regresar a Bariloche y no le gusta perder el tiempo.

Me quedé mudo. Quise explicarle que coincidía con el pensamiento de su hijo, que parte de nuestro infortunio como naciones latinoamericanas es la falta de conocimientos para formarnos juicios y por eso somos presa fácil de cualquier iluminado; que frente a la realidad no hay fórmulas mágicas y sólo la ciencia, el arte y el conocimiento de la historia nos puede salvar con dignidad y unirnos en una sola frontera, en un futuro que tal vez ya no nos toque ver. Pero al mirar de cerca al chico, me vi yo de 22 años, con una camisa del Ché, una boina maoísta, y comencé a sospechar algo del coraje que me profesaba el gaucho. Mejor me quedé callado.

Amada Mortal

Víctor Hugo Pérez Nieto

Disfrutaba una cerveza clara y el aroma de un lejano puro de vainilla en uno de los cafetines frente al Conservatorio de las Rosas. Era la tarde perfecta de un verano con muchas reminiscencias. El ocaso doraba las canteras húmedas de la que fue por años mi escuela y mi casa, desde donde se desprendía un arcoíris que comenzaba en un alféizar y derrumbaba el falso mito de que nadie conoce su inicio —o su final—. Estábamos a mitad del verano y aunque el calor sofocaba, bajo la sombra de los álamos del Jardín de las Rosas se paliaba un poco la sensación térmica. El inconfundible aroma de un perfume Versace me hizo voltear. Parada detrás de mí estaba Julieta Wolnik, una chelista canadiense a quien apodé “mi condesa Giulietta Guicciardi”, viejo amor de la juventud, de cuando aún soñaba con ser compositor y combinaba la carrera de medicina con la música. Luego del protocolo y los abrazos, ella comenzó la corta charla:

-Me casé en Montreal con un guitarrista que compone milongas y me fui a Argentina. Vivo en Bariloche desde hace 20 años, pero cuando es invierno allá regreso a Morelia a pasar el verano, no imaginas que duro es el frío en la Patagonia.

-Lo sé, hace dos años quedé varado allá en una tormenta de nieve. De haber sabido que vivías en San Carlos te habría buscado.

-¡Imposible!, mi marido es un gaucho cimarrón muy celoso, te hubiese hecho papilla. Alguna vez le conté de ti. Te conoce y sabe que la distancia no cura ni las gripas. Cuando escribiste un artículo —Claro de Luna lo llamaste— en el cual hablabas sobre lo nuestro, casi lo mata un cólico.

-Veo que has estado al tanto.

-Te he espiado un poco en las redes y sé lo de tu piano por mi culpa, y también que tienes un niño que más que ser similar a ti, es clon tuyo , ¿qué edad tiene?

-Cumplió cinco.

-Lo he visto tocar, ojalá no salga un excéntrico como su padre, que va en contra de todo, persiguiendo utopías, ¿recuerdas cuando nos conocimos?, estabas obsesionado con terminar el tercer movimiento de la Sonata 14 de Beethoven.

-Lo recuerdo, las introspecciones son bárbaras, por eso le voy restringir a mi hijo ciertos filósofos hasta donde pueda: nada de Kierkegaard, Camus, Sartré, o Hesse, será más feliz si comienza con los clásicos. Además, por fortuna, cuenta más con el temple taciturno de su madre. Tengo una hija adolescente que para su desgracia, si sacó mi temperamento, cumplió 18 y ya cree que se manda sola, por eso hace tiempo no nos hablamos. Se comporta tal y como yo lo hacía a su edad. Nos tenemos bien tomada la medida y la distancia.

-¿Sabes? También tengo un hijo un poco mayor. Ahí viene. Llega conmigo los veranos a perfeccionar su técnica en el Conservatorio. Es pianista. Por cierto, no se parece en nada a su padre, ni siquiera el gusto por la guitarra heredó. También es un existencialista que promueve la creatividad y la locura como forma de avanzar y se alarma por la insuficiencia de conocimientos filosóficos en la vida diaria del hombre común, que la convierte en un semillero de miserables pretensiosos e hipócritas sin que siquiera se percaten”.

El joven llegó y me extendió la mano con cortesía mientras Julieta Wolknik (para mí la condesa Giulietta de Guicciardi) apagaba su puro y se despedía.

-Chao, espero encontrarte mañana, la próxima semana, o alguna otra tarde, o, tal vez en 20 años, ¿quizás?, aquí, frente a nuestro colegio. Mi hijo está obsesionado con terminar este ciclo el estudio Op 25 No 11 de Chopin antes de regresar a Bariloche y no le gusta perder el tiempo.

Me quedé mudo. Quise explicarle que coincidía con el pensamiento de su hijo, que parte de nuestro infortunio como naciones latinoamericanas es la falta de conocimientos para formarnos juicios y por eso somos presa fácil de cualquier iluminado; que frente a la realidad no hay fórmulas mágicas y sólo la ciencia, el arte y el conocimiento de la historia nos puede salvar con dignidad y unirnos en una sola frontera, en un futuro que tal vez ya no nos toque ver. Pero al mirar de cerca al chico, me vi yo de 22 años, con una camisa del Ché, una boina maoísta, y comencé a sospechar algo del coraje que me profesaba el gaucho. Mejor me quedé callado.

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