/ lunes 30 de julio de 2018

CLARO DE LUNA

La conocí en el conservatorio de música de Morelia, poco antes de desertar para dedicarme de lleno a la medicina, carrera que me ofrecía un futuro más promisorio, a pesar de que todos mis maestros de piano me miraban talento y no me imaginaban en otro lugar que no fuese sobre un escenario frente al instrumento.

Por aquellos días ni yo sabía lo que quería —realmente sí, deseaba escribir pero esa posibilidad estaba fuera de los planes de la familia quienes pusieron el grito en el cielo al enterarse un año atrás que estaba estudiando Filosofía y Letras—. Como única condición a cambio de meterme a la facultad de medicina, les pedí que me pagaran también la inscripción y un año de colegiatura en el Conservatorio de las Rosas para continuar con la carrera musical que desde pequeño cultivé. Pensando que tarde o temprano me decantaría por la profesión que ya era una tradición familiar, no pusieron objeción.

La primera vez que la vi era verano, ensayaba en las salas individuales de piano mientras llovía tupido en el claustro del viejo ex convento dominico cuando escuché que llamaban la puerta como para apurarme, pero no detuve mi estudio hasta que terminé de tocar el adagio sostenuto de la sonata n° 14 de Beethoven “Claro de Luna”, entonces me viré molesto para ver quien inoportunaba y la vi ya dentro del pequeño cubículo, empapada, con un violoncelo enfundado colgado en la espalda, parada al lado mío con los brazos cruzados. Le iba a gritar un improperio, pero en ese momento sonrió y me dijo que no necesitaba el piano, que ella era alumna de chelo y lo único que quería era conocerme. Me había visto un día antes en la biblioteca y le pareció extraño que llevara el uniforme blanco de la facultad de medicina.

Ahora caigo a la cuenta que se parecía mucho a mí en casi todo, tan vez por eso me atrajo desde el principio: era delgada, muy blanca, con el pelo endrino y lacio y los ojos profundos de tan negros. Parecía una condesa del Imperio Austrohúngaro. ¡Ah!, y también estaba loca.

Nunca nos dijimos que nos queríamos, pero no por miedo a utilizar esa palabra, más bien éramos igual de comodinos. Además, aunque yo vivía cerca de Morelia, ella llegó desde Canadá de intercambio y pronto debía regresarse, así que echamos a un lado cualquier responsabilidad para ser felices por el tiempo estrictamente necesario entre las calles de aquella bella ciudad de cantera anaranjada, en los cines, en sus cafés, en los recitales de piano y de chelo, mirando El Lago de los Cisnes con el ballet de San Petersburgo o simplemente bailando un valse bajo la lluvia tibia del verano al amparo de los eucaliptos del Bosque Cuauhtémoc. El conservatorio, más que una escuela, era nuestro punto de reunión, el cómplice de un secreto que queríamos gritar a los cuatro vientos, pero como no había ninguna promesa en aquello era mejor callar.

—Jamás dejaré la música para irme de intercambio a Montreal— le comenté justo diez días antes de que partiera a su país, resuelto a desobedecer por primera vez los designios familiares, para envejecer frente a mi piano y junto a ella. Y en verdad, hasta entonces me di cuenta que hacía varias semanas que no me paraba por la facultad de medicina, donde me sentía como nunca, fuera de ambiente.

Ahora se de las ganas que tenia de que se quedará y de lo poco que ella deseaba irse, pero no quisimos jurarnos nada.

Este mes cumplo 20 años desde que me gradué de médico y nunca más la volví a ver. Se esfumó de mi vida como si la hubiese soñado.

El piano lo arrojé —literal— a un barranco.

¿Que por qué lo hice? La vida de los locos tiene los mismos enigmas indescifrables que la Sonata n° 14 de Beethoven.

Luego jugué a ser un tipo normal, con chicas normales y un trabajo normal. Ya más luego, comencé a dedicarme a la administración y la gestión hospitalaria que me alejó de todo lo que era, hasta que decidí quitarme la máscara y desenterrar la raíz arcana. Desde el mes de enero había decidido dejar el puesto, pero no había tenido la oportunidad de gritarlo a los cuatro vientos hasta ahora que existe la promesa de que lo arrojaré a un barranco, como lo hice con mi primer amor, la música.

En agosto, por voluntad propia dejo de ser alto mando hospitalario para abrazar de nuevo mis sueños de juventud.

Quisiera agradecer a todos el apoyo: a amigos, a pacientes, familiares y lectores, sin quienes no hubiese podido cerrar este círculo, que me hará amar más el recuerdo que la realidad del trabajo que dejo.

Tal vez sí envejezca frente a un piano, pero no sobre el escenario, sino junto a mi hijo, ayudándolo con lo que aprendí y guiándolo por el camino que él quiera seguir, que no será malo, siempre y cuando lo recorra con pasión y con locura. Únicamente no le permitiré dejar de soñar para que su corazón jamás se anquilose, como los motores de los carros que se dejan de encender. Tiene mi venia para fracasar, pero no para dejar de ser niño, tenga la edad que tenga.

Hoy, 26 años después, comprendo porqué dejé el Conservatorio de Las Rosas: no pude soportar la idea de velo solo como un simple ex convento, como una antiquísima escuela de música —ciertamente la más vieja de América—, ya sin mi condesa Giulietta Guicciardi esperándome ahí con su violoncelo a la espada. Debí romper con todo el pasado para retomar el rumbo. A cambio escogí la comodidad de una carrera tradicional y una familia normal, de lo cual tampoco me arrepiento, por eso pretendo retomarlas.

La conocí en el conservatorio de música de Morelia, poco antes de desertar para dedicarme de lleno a la medicina, carrera que me ofrecía un futuro más promisorio, a pesar de que todos mis maestros de piano me miraban talento y no me imaginaban en otro lugar que no fuese sobre un escenario frente al instrumento.

Por aquellos días ni yo sabía lo que quería —realmente sí, deseaba escribir pero esa posibilidad estaba fuera de los planes de la familia quienes pusieron el grito en el cielo al enterarse un año atrás que estaba estudiando Filosofía y Letras—. Como única condición a cambio de meterme a la facultad de medicina, les pedí que me pagaran también la inscripción y un año de colegiatura en el Conservatorio de las Rosas para continuar con la carrera musical que desde pequeño cultivé. Pensando que tarde o temprano me decantaría por la profesión que ya era una tradición familiar, no pusieron objeción.

La primera vez que la vi era verano, ensayaba en las salas individuales de piano mientras llovía tupido en el claustro del viejo ex convento dominico cuando escuché que llamaban la puerta como para apurarme, pero no detuve mi estudio hasta que terminé de tocar el adagio sostenuto de la sonata n° 14 de Beethoven “Claro de Luna”, entonces me viré molesto para ver quien inoportunaba y la vi ya dentro del pequeño cubículo, empapada, con un violoncelo enfundado colgado en la espalda, parada al lado mío con los brazos cruzados. Le iba a gritar un improperio, pero en ese momento sonrió y me dijo que no necesitaba el piano, que ella era alumna de chelo y lo único que quería era conocerme. Me había visto un día antes en la biblioteca y le pareció extraño que llevara el uniforme blanco de la facultad de medicina.

Ahora caigo a la cuenta que se parecía mucho a mí en casi todo, tan vez por eso me atrajo desde el principio: era delgada, muy blanca, con el pelo endrino y lacio y los ojos profundos de tan negros. Parecía una condesa del Imperio Austrohúngaro. ¡Ah!, y también estaba loca.

Nunca nos dijimos que nos queríamos, pero no por miedo a utilizar esa palabra, más bien éramos igual de comodinos. Además, aunque yo vivía cerca de Morelia, ella llegó desde Canadá de intercambio y pronto debía regresarse, así que echamos a un lado cualquier responsabilidad para ser felices por el tiempo estrictamente necesario entre las calles de aquella bella ciudad de cantera anaranjada, en los cines, en sus cafés, en los recitales de piano y de chelo, mirando El Lago de los Cisnes con el ballet de San Petersburgo o simplemente bailando un valse bajo la lluvia tibia del verano al amparo de los eucaliptos del Bosque Cuauhtémoc. El conservatorio, más que una escuela, era nuestro punto de reunión, el cómplice de un secreto que queríamos gritar a los cuatro vientos, pero como no había ninguna promesa en aquello era mejor callar.

—Jamás dejaré la música para irme de intercambio a Montreal— le comenté justo diez días antes de que partiera a su país, resuelto a desobedecer por primera vez los designios familiares, para envejecer frente a mi piano y junto a ella. Y en verdad, hasta entonces me di cuenta que hacía varias semanas que no me paraba por la facultad de medicina, donde me sentía como nunca, fuera de ambiente.

Ahora se de las ganas que tenia de que se quedará y de lo poco que ella deseaba irse, pero no quisimos jurarnos nada.

Este mes cumplo 20 años desde que me gradué de médico y nunca más la volví a ver. Se esfumó de mi vida como si la hubiese soñado.

El piano lo arrojé —literal— a un barranco.

¿Que por qué lo hice? La vida de los locos tiene los mismos enigmas indescifrables que la Sonata n° 14 de Beethoven.

Luego jugué a ser un tipo normal, con chicas normales y un trabajo normal. Ya más luego, comencé a dedicarme a la administración y la gestión hospitalaria que me alejó de todo lo que era, hasta que decidí quitarme la máscara y desenterrar la raíz arcana. Desde el mes de enero había decidido dejar el puesto, pero no había tenido la oportunidad de gritarlo a los cuatro vientos hasta ahora que existe la promesa de que lo arrojaré a un barranco, como lo hice con mi primer amor, la música.

En agosto, por voluntad propia dejo de ser alto mando hospitalario para abrazar de nuevo mis sueños de juventud.

Quisiera agradecer a todos el apoyo: a amigos, a pacientes, familiares y lectores, sin quienes no hubiese podido cerrar este círculo, que me hará amar más el recuerdo que la realidad del trabajo que dejo.

Tal vez sí envejezca frente a un piano, pero no sobre el escenario, sino junto a mi hijo, ayudándolo con lo que aprendí y guiándolo por el camino que él quiera seguir, que no será malo, siempre y cuando lo recorra con pasión y con locura. Únicamente no le permitiré dejar de soñar para que su corazón jamás se anquilose, como los motores de los carros que se dejan de encender. Tiene mi venia para fracasar, pero no para dejar de ser niño, tenga la edad que tenga.

Hoy, 26 años después, comprendo porqué dejé el Conservatorio de Las Rosas: no pude soportar la idea de velo solo como un simple ex convento, como una antiquísima escuela de música —ciertamente la más vieja de América—, ya sin mi condesa Giulietta Guicciardi esperándome ahí con su violoncelo a la espada. Debí romper con todo el pasado para retomar el rumbo. A cambio escogí la comodidad de una carrera tradicional y una familia normal, de lo cual tampoco me arrepiento, por eso pretendo retomarlas.

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