/ lunes 15 de abril de 2019

Danzón

¿Qué es envejecer? Muchos lo relacionan con los achaques que comienzan después de los cuarenta: diabetes, hipertensión, presbicia. Pero como dicen que el hombre tiene la edad de la piel que acaricia, nunca me había sentido viejo a los 46. Mi salud es la que tenía a los 30 y no porque yo lo diga, pero los estudios de sangre y los electrocardiogramas no mienten. Tampoco el tiempo.

Hace unas semanas, mi esposa tomó un mes de vacaciones para arreglar asuntos familiares fuera del país. A mí el trabajo me impidió ir.

Hace tiempo dejé de ser un tipo infiel, pero las redes sociales le remueven a uno viejos recuerdos de años que parecían superados.

Ya me había encontrado, de manera furtiva hace dos años con una vieja amiga quien fuera mi primer amor. Hasta aquella ocasión lo desconocía: la mandaron a España embarazada. Regresó siendo abuela y sin saberlo, también yo lo era.

Ahora ella vive en la Ciudad de México y aproveché las semanas de asueto de mi esposa para visitar a aquel viejo amor porque todavía sentía que muchas cosas no encajaron cuando me lo contó a la carrera. Percibí que al círculo le hacía falta una curva para poderse cerrar.

Lo primero que pensé cuando la volví a ver en un café de la Biblioteca José Vasconcelos, fue en la manera tan soez que tiene el tiempo de tratar a una chica bella, sin nada de diplomacia. Llevaba una pañoleta de seda en la cabeza que le ocultaba su graciosa cabellera dorada, uno de sus múltiples atractivos.

—¡Sigues igual! —le mentí.

—Tú también — me contestó mientras le daba un beso en aquella mejilla que a pesar de pequeñas rugosidades aún se sentía tersa y continuaba oliendo a piel limpia.

El perfume Colors de Benetton que usó desde que la conocí, me hizo recordar una escena en la Playa Norte de Veracruz que ya ni existe: las olas estrellaban como pechos en nuestra cara, suaves, salados y lejanos, semejantes a los suyos, que flotaban vírgenes en la mar, entre su rostro rojo de vergüenza.

Antes de eso habíamos sido los mejores amigos de la infancia. A partir de ahí dejamos de ser niños. Su cuerpo de garza estaba sumergido y el mío erguido ante la mirada de las gaviotas, únicas testigos de lo que pasó en aquella orilla desierta donde lo más cercano era el islote de San Juan de Ulúa. Nuestras alas de pelícanos recién salidos del nido nos llevaron volando lejos, hasta el paraíso. Allá donde dicen los que creen en Dios que la vida comienza. A lo lejos sonaba Almendra, un viejo danzón.

Después de eso no la volví a ver hasta 28 años después.

No necesité preguntarle nada, ni ella lo había mencionado, pero entre la plática protocolaria me enseñó una vieja instantánea de su hija cuando cumplió 15, la cual sacó de la cartera. Al escudriñarle la mirada a la chica le reconocí el rasgo inconfundible de la familia: un lunar blanco en la base de las pestañas que tenía mi abuelo, tiene mi padre y yo se lo heredé a todos mis hijos.

—Me diagnosticaron cáncer de mama el año pasado —me confió —las quimioterapias fueron terribles. Por fortuna, ajada, pero continúo aquí con vida.

Fue entonces cuando también le confesé:

—Quizás por eso me pareció verte más deteriorada que hace dos años que nos encontramos, me dio pena preguntarte la razón

—La razón son los mismos años —río a carcajadas —y esos no son ninguna enfermedad.

Se sentó al lado mío, pasó su brazo sobre mi cuello y nos tomamos una selfie:

—Mírate. Cuando te conocí, eras el chico más majo de Veracruz, y hoy el padre de mi hija es solo una sombra que ya se le cae el pelo y sin quimioterapias.

Me cotejé en la foto y efectivamente, éramos dos recuerdos trasnochados. Con esa selfie también terminé de aclarar mis dudas sin cuestionarme más. La chica de la otra instantánea era mi vivo retrato, solo que en joven y en mujer.

—Tienes razón: ambos estamos hechos un desastre —le devolví la carcajada y el cumplido.

—Qué bueno que la nena no se pareció a ninguno.

No la quise contradecir.

Terminado el café caminamos hacia la explanada de La Ciudadela donde una orquesta interpretaba Almendra. Jóvenes y viejos se levantaron a bailar jubilosos. El tiempo se detuvo mientras abrazados, nos deslizamos con cadencia al ritmo del danzón, balanceándonos con pasos cortos como las palmeras cuando saludan a la brisa suave del sur. Hubiese querido que fuese eterno el momento, emborrachado en su aroma, en su recuerdo, en los giros del montuno, pero cuando la orquesta terminó, nos dimos un beso y un abrazo cálido, para cada quien seguir por ahí con sus vidas que son eso: el Son del corazón profundo.

—No quiero que lo sepa todavía, pero prométeme que si no sobrevivo, la irás a buscar y le contarás la verdad sobre su padre a mi hija.

—Dalo por hecho.


Antes de que abordara el UBER la vi desamarrarse la pañoleta de seda que llevaba en la testuz, y que agitó como despedida en señal de la felicidad que da la tregua luego de una larga batalla donde no hay vencedor ni vencido, únicamente reconciliación con el pasado.

Era otra vez la niña zarca con quien aprendí a montar bicicleta, a bailar habaneras mexicanizadas, y a quien le contaba las historias de terror que escribía por las noches. Luego fue la adolescente más bella que recuerdo haber visto jamás.

Un círculo abierto jamás será un círculo, pero yo por fin logré cerrar dos de tajo.

Eso me dio paz, pero llorar su despedida, también hizo darme cuenta cuan viejo comenzaba a ponerme, aunque mis órganos aún no me hicieran sentir el festejo fisiológico que te confirma que Ser es todo lo que es y a la vez no es.

En vida al igual que en las contradanzas, lo importante es coincidir en el cierre.

Mi vida, su vida, la nuestra, podrá continuar a partir de mañana, cada uno por separado y cada quien con su cada cual. Nuestro encuentro no cambió en nada el mundo, pero así como el danzón es inmortal, el amor también lo es. Sé que si el cáncer regresa y ella muere, el desenlace será como el del son montuno al final de un danzón: feliz.

¿Qué es envejecer? Muchos lo relacionan con los achaques que comienzan después de los cuarenta: diabetes, hipertensión, presbicia. Pero como dicen que el hombre tiene la edad de la piel que acaricia, nunca me había sentido viejo a los 46. Mi salud es la que tenía a los 30 y no porque yo lo diga, pero los estudios de sangre y los electrocardiogramas no mienten. Tampoco el tiempo.

Hace unas semanas, mi esposa tomó un mes de vacaciones para arreglar asuntos familiares fuera del país. A mí el trabajo me impidió ir.

Hace tiempo dejé de ser un tipo infiel, pero las redes sociales le remueven a uno viejos recuerdos de años que parecían superados.

Ya me había encontrado, de manera furtiva hace dos años con una vieja amiga quien fuera mi primer amor. Hasta aquella ocasión lo desconocía: la mandaron a España embarazada. Regresó siendo abuela y sin saberlo, también yo lo era.

Ahora ella vive en la Ciudad de México y aproveché las semanas de asueto de mi esposa para visitar a aquel viejo amor porque todavía sentía que muchas cosas no encajaron cuando me lo contó a la carrera. Percibí que al círculo le hacía falta una curva para poderse cerrar.

Lo primero que pensé cuando la volví a ver en un café de la Biblioteca José Vasconcelos, fue en la manera tan soez que tiene el tiempo de tratar a una chica bella, sin nada de diplomacia. Llevaba una pañoleta de seda en la cabeza que le ocultaba su graciosa cabellera dorada, uno de sus múltiples atractivos.

—¡Sigues igual! —le mentí.

—Tú también — me contestó mientras le daba un beso en aquella mejilla que a pesar de pequeñas rugosidades aún se sentía tersa y continuaba oliendo a piel limpia.

El perfume Colors de Benetton que usó desde que la conocí, me hizo recordar una escena en la Playa Norte de Veracruz que ya ni existe: las olas estrellaban como pechos en nuestra cara, suaves, salados y lejanos, semejantes a los suyos, que flotaban vírgenes en la mar, entre su rostro rojo de vergüenza.

Antes de eso habíamos sido los mejores amigos de la infancia. A partir de ahí dejamos de ser niños. Su cuerpo de garza estaba sumergido y el mío erguido ante la mirada de las gaviotas, únicas testigos de lo que pasó en aquella orilla desierta donde lo más cercano era el islote de San Juan de Ulúa. Nuestras alas de pelícanos recién salidos del nido nos llevaron volando lejos, hasta el paraíso. Allá donde dicen los que creen en Dios que la vida comienza. A lo lejos sonaba Almendra, un viejo danzón.

Después de eso no la volví a ver hasta 28 años después.

No necesité preguntarle nada, ni ella lo había mencionado, pero entre la plática protocolaria me enseñó una vieja instantánea de su hija cuando cumplió 15, la cual sacó de la cartera. Al escudriñarle la mirada a la chica le reconocí el rasgo inconfundible de la familia: un lunar blanco en la base de las pestañas que tenía mi abuelo, tiene mi padre y yo se lo heredé a todos mis hijos.

—Me diagnosticaron cáncer de mama el año pasado —me confió —las quimioterapias fueron terribles. Por fortuna, ajada, pero continúo aquí con vida.

Fue entonces cuando también le confesé:

—Quizás por eso me pareció verte más deteriorada que hace dos años que nos encontramos, me dio pena preguntarte la razón

—La razón son los mismos años —río a carcajadas —y esos no son ninguna enfermedad.

Se sentó al lado mío, pasó su brazo sobre mi cuello y nos tomamos una selfie:

—Mírate. Cuando te conocí, eras el chico más majo de Veracruz, y hoy el padre de mi hija es solo una sombra que ya se le cae el pelo y sin quimioterapias.

Me cotejé en la foto y efectivamente, éramos dos recuerdos trasnochados. Con esa selfie también terminé de aclarar mis dudas sin cuestionarme más. La chica de la otra instantánea era mi vivo retrato, solo que en joven y en mujer.

—Tienes razón: ambos estamos hechos un desastre —le devolví la carcajada y el cumplido.

—Qué bueno que la nena no se pareció a ninguno.

No la quise contradecir.

Terminado el café caminamos hacia la explanada de La Ciudadela donde una orquesta interpretaba Almendra. Jóvenes y viejos se levantaron a bailar jubilosos. El tiempo se detuvo mientras abrazados, nos deslizamos con cadencia al ritmo del danzón, balanceándonos con pasos cortos como las palmeras cuando saludan a la brisa suave del sur. Hubiese querido que fuese eterno el momento, emborrachado en su aroma, en su recuerdo, en los giros del montuno, pero cuando la orquesta terminó, nos dimos un beso y un abrazo cálido, para cada quien seguir por ahí con sus vidas que son eso: el Son del corazón profundo.

—No quiero que lo sepa todavía, pero prométeme que si no sobrevivo, la irás a buscar y le contarás la verdad sobre su padre a mi hija.

—Dalo por hecho.


Antes de que abordara el UBER la vi desamarrarse la pañoleta de seda que llevaba en la testuz, y que agitó como despedida en señal de la felicidad que da la tregua luego de una larga batalla donde no hay vencedor ni vencido, únicamente reconciliación con el pasado.

Era otra vez la niña zarca con quien aprendí a montar bicicleta, a bailar habaneras mexicanizadas, y a quien le contaba las historias de terror que escribía por las noches. Luego fue la adolescente más bella que recuerdo haber visto jamás.

Un círculo abierto jamás será un círculo, pero yo por fin logré cerrar dos de tajo.

Eso me dio paz, pero llorar su despedida, también hizo darme cuenta cuan viejo comenzaba a ponerme, aunque mis órganos aún no me hicieran sentir el festejo fisiológico que te confirma que Ser es todo lo que es y a la vez no es.

En vida al igual que en las contradanzas, lo importante es coincidir en el cierre.

Mi vida, su vida, la nuestra, podrá continuar a partir de mañana, cada uno por separado y cada quien con su cada cual. Nuestro encuentro no cambió en nada el mundo, pero así como el danzón es inmortal, el amor también lo es. Sé que si el cáncer regresa y ella muere, el desenlace será como el del son montuno al final de un danzón: feliz.

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