/ martes 3 de noviembre de 2020

Día de los Muertos

Desde hace ya más de una década, en México hablamos de los muertos ligados a la inseguridad pública (cientos de miles), y de los infectados por el coronavirus SARS-CoV2 (decenas de miles), desde hace ya más de siete meses. Lamentable. Solamente una vez al año, merodeando el dos de noviembre, hablamos del Día de Muertos, una festividad integrante del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, así reconocida desde 2008 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, por tratarse de una de las representaciones más relevantes del patrimonio vivo de México.

La fecha conmemorativa obedece a la fusión de la cultura prehispánica con la católica, pues marca el final del ciclo anual del maíz, por un lado, con la celebración de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, por el otro.

Este año de 2020, incluso, la conmemoración/celebración/luto será extendida por decreto presidencial, pues el 29 de octubre pasado se publicó en el Diario Oficial de la Federación el DECRETO por el que se declara duelo nacional los días 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre de 2020, en homenaje a los decesos de las personas que han perdido la vida en nuestro país a causa de la pandemia de enfermedad generada por el virus SARS-CoV2 (COVID-19); por tanto, la Bandera Nacional deberá izarse a media asta, durante ese período.

La muerte y la vida, binomio indisoluble y parte de un ciclo, al estar presentes en la conciencia del ser humano, implican civilidad, inteligencia, raciocinio, pues el ser humano está al tanto de su finitud, de su tránsito por este mundo, de su efímera presencia en el planeta, por lo que invita a su reflexión y a su trascendencia. No en vano, la recomendación de sembrar un árbol, escribir un libro y/o tener un hijo.

Hace un par de días vimos cómo, según la tradición mexicana, los difuntos emprenden un viaje del mundo de los muertos en el que -paradójicamente- viven y regresan al nuestro, al de los vivos, para convivir con los suyos; por tanto, los de aquí, suelen poner altares con papel picado, agua, alfeñique, pan de muerto, veladoras, copal, cempasúchil, un arco, la foto del ser querido y, por supuesto, su comida favorita y/o consumibles de su agrado, normalmente dañinos para la salud: alcohol, cigarros, comida alta en grasa. (O al menos no he visto un altar con comida vegana).

Por cierto, el pan de muerto, el delicioso comestible lleno de azúcar, cuenta con canillas dedicadas a los dioses Tezcatlipoca (de la providencia, de lo invisible y de la obscuridad), Tláloc (de la lluvia y del relámpago, responsable de proveer lluvia para el llevar a buen puerto el ciclo de la agricultura), Quetzalcóatl (la serpiente emplumada que conecta nos conecta con el inframundo) y Xipetotec (el dios de la generación del maíz y de la guerra).

Hoy aún pueden leerse las calaveritas literarias, esa sátira de personajes públicos; o bien, podemos ver la famosa Calavera Garbancera, autoría de José Guadalupe Posada, convertida en La Catrina, inmortalizada por Diego Rivera en el Sueño de una tarde dominical de la Alameda Central, cuya esencia se respira en ciertas personas hoy en día: gente que carece de abolengo y que, sin embargo, con su nivel de vida clasemediero, considera que le es propio por derivación y, entonces, reniega de sus orígenes y costumbres.

Cierro con la siguiente idea: los muertos no mueren mientras estén con nosotros en el pensamiento. Recordémoslos con gusto no solamente el Dos de Noviembre, su -nuestra- fecha festiva.

germanrodriguez32@hotmail.com

Desde hace ya más de una década, en México hablamos de los muertos ligados a la inseguridad pública (cientos de miles), y de los infectados por el coronavirus SARS-CoV2 (decenas de miles), desde hace ya más de siete meses. Lamentable. Solamente una vez al año, merodeando el dos de noviembre, hablamos del Día de Muertos, una festividad integrante del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, así reconocida desde 2008 por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, por tratarse de una de las representaciones más relevantes del patrimonio vivo de México.

La fecha conmemorativa obedece a la fusión de la cultura prehispánica con la católica, pues marca el final del ciclo anual del maíz, por un lado, con la celebración de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, por el otro.

Este año de 2020, incluso, la conmemoración/celebración/luto será extendida por decreto presidencial, pues el 29 de octubre pasado se publicó en el Diario Oficial de la Federación el DECRETO por el que se declara duelo nacional los días 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre de 2020, en homenaje a los decesos de las personas que han perdido la vida en nuestro país a causa de la pandemia de enfermedad generada por el virus SARS-CoV2 (COVID-19); por tanto, la Bandera Nacional deberá izarse a media asta, durante ese período.

La muerte y la vida, binomio indisoluble y parte de un ciclo, al estar presentes en la conciencia del ser humano, implican civilidad, inteligencia, raciocinio, pues el ser humano está al tanto de su finitud, de su tránsito por este mundo, de su efímera presencia en el planeta, por lo que invita a su reflexión y a su trascendencia. No en vano, la recomendación de sembrar un árbol, escribir un libro y/o tener un hijo.

Hace un par de días vimos cómo, según la tradición mexicana, los difuntos emprenden un viaje del mundo de los muertos en el que -paradójicamente- viven y regresan al nuestro, al de los vivos, para convivir con los suyos; por tanto, los de aquí, suelen poner altares con papel picado, agua, alfeñique, pan de muerto, veladoras, copal, cempasúchil, un arco, la foto del ser querido y, por supuesto, su comida favorita y/o consumibles de su agrado, normalmente dañinos para la salud: alcohol, cigarros, comida alta en grasa. (O al menos no he visto un altar con comida vegana).

Por cierto, el pan de muerto, el delicioso comestible lleno de azúcar, cuenta con canillas dedicadas a los dioses Tezcatlipoca (de la providencia, de lo invisible y de la obscuridad), Tláloc (de la lluvia y del relámpago, responsable de proveer lluvia para el llevar a buen puerto el ciclo de la agricultura), Quetzalcóatl (la serpiente emplumada que conecta nos conecta con el inframundo) y Xipetotec (el dios de la generación del maíz y de la guerra).

Hoy aún pueden leerse las calaveritas literarias, esa sátira de personajes públicos; o bien, podemos ver la famosa Calavera Garbancera, autoría de José Guadalupe Posada, convertida en La Catrina, inmortalizada por Diego Rivera en el Sueño de una tarde dominical de la Alameda Central, cuya esencia se respira en ciertas personas hoy en día: gente que carece de abolengo y que, sin embargo, con su nivel de vida clasemediero, considera que le es propio por derivación y, entonces, reniega de sus orígenes y costumbres.

Cierro con la siguiente idea: los muertos no mueren mientras estén con nosotros en el pensamiento. Recordémoslos con gusto no solamente el Dos de Noviembre, su -nuestra- fecha festiva.

germanrodriguez32@hotmail.com