/ lunes 15 de junio de 2020

Dormir en ataúd

He recibido ataques por mis columnas periodísticas en defensa de médicos, y necesitaba enfriar la cabeza.

Decidí irme a la sierra para reflexionar. Tomé camino hacia Mil Cumbres y me perdí entre las curvas de un bosque interminable, a donde ascendí para montar una pequeña tienda de campaña en lo más alto y pensar y pensar en la pandemia, con 18 mil muertos a cuestas que nadie sabe justificar. Ni el gobierno tiene respuestas: se los achacó a los meses de retraso, al sistema centinela, a un error de percepción y finalmente, mejor usó un distractor al que llamó BOA.

Yo no sé qué decir, en quien encontrar a un responsable del 11% de letalidad y no nada más porque estamos obesos: en Europa tienen invertida la pirámide poblacional y no hay esas letalidades excusados en la vejez. Solo se explica por un mal manejo de la enfermedad, no peor que las medidas de contención.

Y ahí estaba yo bajo la lluvia, pensando en mi familia, en mis amigos y compañeros fallecidos por la negligencia, cavilando dentro de una tienda de campaña y una bolsa de dormir, lejos de todo, incluso de virus que tenía que volver a ver a la cara el siguiente lunes. Era como Scott en su frágil tienda con sus pensamientos envenenándolo y con la certeza que Amundsen ya le había ganado la carrera al Sur.

En lugar de cargar un sleeping bag, debí haber llevado ataúd para comenzar a acostumbrarme.

De cualquier manera cada vez que me da un espasmo de asma pienso que será el último.

Pero la humanidad no es peor que su gobierno, ni mejor que quienes resistimos en los hospitales la pandemia, muchos sin ver a los suyos, con miedo de volver a casa y con la certeza que en tu cheque encontrarás la misma limosna que ven cada 15 días, pero sin la seguridad de si su familia la verá una, dos o tres quincenas más antes que se vuelvan un número de la estadística. Por lo pronto lejos de todo, el mundo funciona igual. La abeja liba de la flor, la golondrina cuelga su nido de las ramas, escondido del rapaz que tratará de devorar sus polluelos. La verdad es que le estorbamos al planeta y él no sabe cómo deshacerse de nosotros.

Seremos víctimas del mismo halcón, ese halcón de la enfermedad y del nuevo sistema.

Es día de San Antonio y afuera comienza a llover.

Más pronto que tarde se sabrá quién fue el verdadero villano: los médicos que exigimos medidas mínimas de protección o el estado indolente que nos mata porque no somos fuente de votos.

De regreso a mi ciudad, a lo lejos diviso las luces del hospital donde trabajo, donde antes me ganaba la vida y ahora puedo perderla en cualquier momento.

He recibido ataques por mis columnas periodísticas en defensa de médicos, y necesitaba enfriar la cabeza.

Decidí irme a la sierra para reflexionar. Tomé camino hacia Mil Cumbres y me perdí entre las curvas de un bosque interminable, a donde ascendí para montar una pequeña tienda de campaña en lo más alto y pensar y pensar en la pandemia, con 18 mil muertos a cuestas que nadie sabe justificar. Ni el gobierno tiene respuestas: se los achacó a los meses de retraso, al sistema centinela, a un error de percepción y finalmente, mejor usó un distractor al que llamó BOA.

Yo no sé qué decir, en quien encontrar a un responsable del 11% de letalidad y no nada más porque estamos obesos: en Europa tienen invertida la pirámide poblacional y no hay esas letalidades excusados en la vejez. Solo se explica por un mal manejo de la enfermedad, no peor que las medidas de contención.

Y ahí estaba yo bajo la lluvia, pensando en mi familia, en mis amigos y compañeros fallecidos por la negligencia, cavilando dentro de una tienda de campaña y una bolsa de dormir, lejos de todo, incluso de virus que tenía que volver a ver a la cara el siguiente lunes. Era como Scott en su frágil tienda con sus pensamientos envenenándolo y con la certeza que Amundsen ya le había ganado la carrera al Sur.

En lugar de cargar un sleeping bag, debí haber llevado ataúd para comenzar a acostumbrarme.

De cualquier manera cada vez que me da un espasmo de asma pienso que será el último.

Pero la humanidad no es peor que su gobierno, ni mejor que quienes resistimos en los hospitales la pandemia, muchos sin ver a los suyos, con miedo de volver a casa y con la certeza que en tu cheque encontrarás la misma limosna que ven cada 15 días, pero sin la seguridad de si su familia la verá una, dos o tres quincenas más antes que se vuelvan un número de la estadística. Por lo pronto lejos de todo, el mundo funciona igual. La abeja liba de la flor, la golondrina cuelga su nido de las ramas, escondido del rapaz que tratará de devorar sus polluelos. La verdad es que le estorbamos al planeta y él no sabe cómo deshacerse de nosotros.

Seremos víctimas del mismo halcón, ese halcón de la enfermedad y del nuevo sistema.

Es día de San Antonio y afuera comienza a llover.

Más pronto que tarde se sabrá quién fue el verdadero villano: los médicos que exigimos medidas mínimas de protección o el estado indolente que nos mata porque no somos fuente de votos.

De regreso a mi ciudad, a lo lejos diviso las luces del hospital donde trabajo, donde antes me ganaba la vida y ahora puedo perderla en cualquier momento.

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