/ miércoles 21 de noviembre de 2018

El Ingenioso Hidalgo

Muy interesante analizar al Quijote, al estilo de Mario Vargas Llosa bajo una perspectiva Neoliberal. En su senectud, el escritor arequipeño se ha valido de su fama literaria, Premio Nobel mediante, para devenir en una especie de conferencista rock star del ideario político liberal. En España, como orador principal frente a la asonada nacionalista catalana; en México, como profeta del apocalipsis populista que se aproxima o en el Cono Sur, como aval intelectual de los gobiernos de Macri y Piñera, Vargas Llosa llena exclusivos auditorios con élites culposas o confundidas, necesitadas de un liderazgo simbólico y cierta contención moral, que lo aplauden hasta la emoción catártica. El ya anciano escritor, flaco y enjuto de rostro, sonríe satisfecho como quien ha cumplido con un honroso juramento y su figura evoca a la del campesino Antonio Quijano, devenido en Don Quijote de la Mancha, enloquecido por un designio autoimpuesto y prevenido para luchar por una justicia de la que se ha impregnado leyendo a los economistas Isaiah Berlin, Milton Friedman y Friedrich Hayek, como sifueran el Amadís de Gaula, Tristán de Leonís o Tirante el Blanco y aunque todo lo que veamos en la realidad desmienta al ideal del novelista, él sabe encontrar entre su público a financistas de think tanks, fundaciones y medios de comunicación, que nos ayudan de manera encomiable a aferrarnos a ese mundo de orden, honor y principios civiles. Esta idea, por supuesto, no tiene nada de original y pertenece al propio Vargas Llosa, que en la edición del IV Centenario del Quijote, editada por la Real Academia Española, escribiera un prólogo titulado “Una novela para el Siglo XXI” en el que asegura que “el gran tema de Don Quijote de la Mancha es la ficción, su razón de ser, y la manera como ella, al infiltrarse en la vida, la va modelando, transformando”. Vargas Llosa compara al universo del Quijote con el de Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius, ese cuento borgiano en que un universo ficticio va cobrando realidad en la medida que algunos eruditos lo buscan y, paulatinamente, empieza a superponerse al que conocíamos como mundo real. Así, realidad y ficción serían espejos que varían sus ángulos al mismo tiempo como causa y/o consecuencia (la gallina y el huevo)- que van modificando la imagen que nos entregan una de otra. Vargas Llosa ha sido reconocido universalmente como un maestro de este arte llamado literatura gracias a sus ficciones y en sus últimos días decidió darle al liberalismo el trato con que Saer define a la ficción: una antropología especulativa. A diferencia de sus ficciones, sin embargo, esta vez lo hace con la complicidad de grandes poderes a los que la literatura interesa sólo como una ficción tramposa, que solicita ser creída como verdad. Cabe, entonces hacerse algunas interrogaciones: ¿No es, exactamente, esto lo que se proponía el realismo socialista, del que Vargas Llosa reniega enfáticamente, con sus novelas? ¿Hace el escritor peruano un uso ilegítimo de su influjo literario? O mejor aún- y esta idea sí me produce placer- ¿No estará, Vargas Llosa, haciendo literatura allí donde todos ven política? Porque la literatura como el discurso político es contingente a un espacio social, temporal e ideológico y no responde a una ontología determinada a priori. Como bien explica Eagleton, lo que hoy consideramos literatura, mañana puede ser catalogado parte de otro espacio del saber de la misma forma que los discursos políticos de Vargas Llosa podrían ser considerados literatura o, en el peor de los casos, simplemente basura. “Así, como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. Más aún, puede cambiar de opinión sobre los fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo es”. La obra de Miguel de Cervantes, sin embargo, ha sabido conservarse en lo más alto del canon literario y representar cierto orden de lo que es o debe ser la literatura. Según Vargas Llosa, lo ha hecho por ser un canto a la libertad, pero no a cualquier libertad, sino a “la misma que, a partir del siglo XVIII, se harán en Europa los llamados liberales: la libertad es la soberanía de un individuo para decidir su vida sin presiones ni condicionamientos, en exclusiva función de su inteligencia y voluntad”. Bajo el influjo de estos designios, a Vargas Llosa le gustaría ser recordado como un individuo de acción, un Quijote latinoamericano, que se echa sobre los hombros la tarea de hacer menos injusto y más libre y próspero el mundo en que vive. Su arma principal para ello son las letras; su Dulcinea, las instituciones del poder, por las que es capaz de trenzarse en las más feroces polémicas ¿Sus molinos de viento? El populismo, como le llama a cualquier forma de política que exceda a la tecnocracia liberal y el feminismo, al que ha calificado como “principal enemigo de la literatura”, por cometer el sacrilegio de querer transformar el lenguaje ordinario en uno más inclusivo y justo. Vargas Llosa no difiere mucho de Nebrija y Valdés, el lenguaje debe ser llano, ni de los formalistas rusos que consideran a la literatura como aquella forma de escribir que violenta organizadamente el lenguaje ordinario para llamar la atención sobre la forma. Ese ejercicio, para Vargas Llosa, se ha vuelto su privilegio, su unción, su armadura. La desigualdad entre quienes pueden establecer las bases del lenguaje- los escritores mayores, los Premio Nobel- y quienes acatan, es la misma que le permite pararse frente a los millonarios de toda Hispanoamérica a pontificar los valores del porvenir, que serán los mismos de La Edad de Oro y aquí vamos los pueblos latinoamericanos caminando, cual Sancho Panza, a la siga de un loco que nos ha prometido una ínsula. “Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa, Antonio Machado”


Muy interesante analizar al Quijote, al estilo de Mario Vargas Llosa bajo una perspectiva Neoliberal. En su senectud, el escritor arequipeño se ha valido de su fama literaria, Premio Nobel mediante, para devenir en una especie de conferencista rock star del ideario político liberal. En España, como orador principal frente a la asonada nacionalista catalana; en México, como profeta del apocalipsis populista que se aproxima o en el Cono Sur, como aval intelectual de los gobiernos de Macri y Piñera, Vargas Llosa llena exclusivos auditorios con élites culposas o confundidas, necesitadas de un liderazgo simbólico y cierta contención moral, que lo aplauden hasta la emoción catártica. El ya anciano escritor, flaco y enjuto de rostro, sonríe satisfecho como quien ha cumplido con un honroso juramento y su figura evoca a la del campesino Antonio Quijano, devenido en Don Quijote de la Mancha, enloquecido por un designio autoimpuesto y prevenido para luchar por una justicia de la que se ha impregnado leyendo a los economistas Isaiah Berlin, Milton Friedman y Friedrich Hayek, como sifueran el Amadís de Gaula, Tristán de Leonís o Tirante el Blanco y aunque todo lo que veamos en la realidad desmienta al ideal del novelista, él sabe encontrar entre su público a financistas de think tanks, fundaciones y medios de comunicación, que nos ayudan de manera encomiable a aferrarnos a ese mundo de orden, honor y principios civiles. Esta idea, por supuesto, no tiene nada de original y pertenece al propio Vargas Llosa, que en la edición del IV Centenario del Quijote, editada por la Real Academia Española, escribiera un prólogo titulado “Una novela para el Siglo XXI” en el que asegura que “el gran tema de Don Quijote de la Mancha es la ficción, su razón de ser, y la manera como ella, al infiltrarse en la vida, la va modelando, transformando”. Vargas Llosa compara al universo del Quijote con el de Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius, ese cuento borgiano en que un universo ficticio va cobrando realidad en la medida que algunos eruditos lo buscan y, paulatinamente, empieza a superponerse al que conocíamos como mundo real. Así, realidad y ficción serían espejos que varían sus ángulos al mismo tiempo como causa y/o consecuencia (la gallina y el huevo)- que van modificando la imagen que nos entregan una de otra. Vargas Llosa ha sido reconocido universalmente como un maestro de este arte llamado literatura gracias a sus ficciones y en sus últimos días decidió darle al liberalismo el trato con que Saer define a la ficción: una antropología especulativa. A diferencia de sus ficciones, sin embargo, esta vez lo hace con la complicidad de grandes poderes a los que la literatura interesa sólo como una ficción tramposa, que solicita ser creída como verdad. Cabe, entonces hacerse algunas interrogaciones: ¿No es, exactamente, esto lo que se proponía el realismo socialista, del que Vargas Llosa reniega enfáticamente, con sus novelas? ¿Hace el escritor peruano un uso ilegítimo de su influjo literario? O mejor aún- y esta idea sí me produce placer- ¿No estará, Vargas Llosa, haciendo literatura allí donde todos ven política? Porque la literatura como el discurso político es contingente a un espacio social, temporal e ideológico y no responde a una ontología determinada a priori. Como bien explica Eagleton, lo que hoy consideramos literatura, mañana puede ser catalogado parte de otro espacio del saber de la misma forma que los discursos políticos de Vargas Llosa podrían ser considerados literatura o, en el peor de los casos, simplemente basura. “Así, como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. Más aún, puede cambiar de opinión sobre los fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo es”. La obra de Miguel de Cervantes, sin embargo, ha sabido conservarse en lo más alto del canon literario y representar cierto orden de lo que es o debe ser la literatura. Según Vargas Llosa, lo ha hecho por ser un canto a la libertad, pero no a cualquier libertad, sino a “la misma que, a partir del siglo XVIII, se harán en Europa los llamados liberales: la libertad es la soberanía de un individuo para decidir su vida sin presiones ni condicionamientos, en exclusiva función de su inteligencia y voluntad”. Bajo el influjo de estos designios, a Vargas Llosa le gustaría ser recordado como un individuo de acción, un Quijote latinoamericano, que se echa sobre los hombros la tarea de hacer menos injusto y más libre y próspero el mundo en que vive. Su arma principal para ello son las letras; su Dulcinea, las instituciones del poder, por las que es capaz de trenzarse en las más feroces polémicas ¿Sus molinos de viento? El populismo, como le llama a cualquier forma de política que exceda a la tecnocracia liberal y el feminismo, al que ha calificado como “principal enemigo de la literatura”, por cometer el sacrilegio de querer transformar el lenguaje ordinario en uno más inclusivo y justo. Vargas Llosa no difiere mucho de Nebrija y Valdés, el lenguaje debe ser llano, ni de los formalistas rusos que consideran a la literatura como aquella forma de escribir que violenta organizadamente el lenguaje ordinario para llamar la atención sobre la forma. Ese ejercicio, para Vargas Llosa, se ha vuelto su privilegio, su unción, su armadura. La desigualdad entre quienes pueden establecer las bases del lenguaje- los escritores mayores, los Premio Nobel- y quienes acatan, es la misma que le permite pararse frente a los millonarios de toda Hispanoamérica a pontificar los valores del porvenir, que serán los mismos de La Edad de Oro y aquí vamos los pueblos latinoamericanos caminando, cual Sancho Panza, a la siga de un loco que nos ha prometido una ínsula. “Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa, Antonio Machado”