/ lunes 29 de abril de 2024

Güeros de Rancho

Hoy día está muy de moda el neologismo whitexican para describir no solo a las laidys y los mirreyes, sino en general al menos a un 10% de la población de México que tiene la piel entre apiñonada a desteñida como bolillo crudo. Se discute si se trata de racismo a la inversa, pero es obvio que no es así, aunque sí guarda un toque de rencor y repulsión esta frase, sobre todos para los que aún sin ser morenos, nos costó esfuerzo llegar a tener algo. Que nos metan en la misma olla que a los mirreyes nos enoja, sobre todo porque también nos caen gordísimos los verdaderos whitexican, con sus frases, sus hábitos de consumo tan banales y aspiracionistas, así como el clasismo que traen implícito en el color de piel. Punto aparte es el malinchismo que profesan: se sienten extranjeros que tuvieron la mala fortuna de nacer en México, por eso leen en Inglés, ven series en Inglés e incluso entre ellos se llaman en idiomas extranjeros (George los Jorge, Artur a los Arturo, Henry a los Enrique y así por el estilo), y cuando los conoces bien, ni visa tienen.

Quienes vivimos cerca de San Miguel de Allende y dejamos de visitarlo por su “gentrificación”, sabemos de lo que hablamos. Y no es envidia porque no se trata de poder económico, he conocido a muchos witexicam de risa, que se sienten obligados a demostrar que son parte de un grupo privilegiado de la población sin serlo, y que gastan sus ahorros y sus magros salarios en la apariencia. Leí la noticia de una mujer africana que hervía piedras en una olla para hacerles creer a sus hijos que iban a comer y así mantenerlos con esperanza. Es esa la misma esperanza que tienen los de piel más clara y que piensan que es solo por eso, y gracias a la pigmentocrasia, deberían esforzarse menos.

No sé si eso pase en otros lugares del país, pero donde yo nací, una franja del Alto Bajío que va desde Zinapécuaro, Michoacán, hasta Amealco, Querétaro (pasando por Acámbaro, Jerécuaro y Coroneo), es una zona geográfica donde hay una alta población de güeros de rancho. Decía mi abuela que porque nuestros antepasados se devoraron a un contingente de franceses que acantonó en la Sierra de los Agustinos durante la época del Segundo Imperio, a manera de broma, cuando le preguntaba del porqué de los ojos azules de las tías. Lo cierto es que eso no les trajo ninguna ventaja: ni encontraron mejores maridos, ni salieron de la pobreza.

La señora que nos ayuda con las labores de la casa es rubia, de ojos turquesa profundo y no por eso es whitexican.

En México, el 75% de los que nacen pobres, estadísticamente, mueren igual o más jodidos, y nada tiene que ver con esto el color de piel, sino con un sistema de falta de oportunidades que se ha perpetuado más de dos siglos, ya en el México independiente, para que no quieran echarle la culpa a los europeos.

En la Ciudad de México sí hay más relación entre tono de piel y oportunidades. Me di cuenta en los 7 años que viví allá, que los capitalinos son una sociedad que favorece a los mexicanos de piel clara y apariencia caucásica, pero acá, por fortuna no es así. México como país no termina pasando el Arco Norte.

Así es que no se nos debe confundir a los güeros de rancho con los Santis, las Sofis ni las Ximes. Acá somos Lupes o Joseses. Y aunque a mí me pusieron Víctor Hugo, tampoco es un nombre de hípster por gracia de Dios.

Voy a enumerar muchas cosas que nos diferencian y no son precisamente económicas:

Los güeros de rancho hacemos nuestro café de olla en casa para no regalarle el dinero a trasnacionales extranjeras solo porque nos llamen por nuestro nombre, porque por lo general todos nos conocemos de verdad. Usamos botas, gorras beisboleras o texana y no andamos comprando coches eléctricos para hacerles saber a los demás de nuestro compromiso con las deidades budistas. El veganismo nos parece una reverenda mamada ya que muchos de nosotros en alguna época de nuestras vidas pasamos hambre, mucho menos nos complace que nos metan el chile en nogada a 5 mil pesos en un restorán boutique, solo para tomarnos una selfie con una mierdita de alimento, eso sí, muy decorado y con ingredientes de lo más común pero traducidos al idioma mamalón. Tampoco necesitamos gastar en viajes, psicólogos y comidas orgánicas para sentimos en armonía con la naturaleza porque vivimos rodeados de ella. A muchos nos gusta incluso cosechar y cazar nuestro alimento para comerlo fresco, aunque los ambientalistas y animalistas se desagarren las vestiduras como fariseos.

Sabemos que una de las industrias que deja la mayor huella de carbono es la ganadería porque casi todos tenemos vacas o borregas en nuestros ranchos.

También vamos a misa los domingos y de ahí a pasear al jardín o la plaza como todo pueblerino que se respeta. No tenemos ideas progres, y ni siquiera entendemos bien lo que significan todos y cada uno de los géneros “no binarios”.

Y como en muchas zonas, conservamos la lengua Cervantina (ansina, daca, traiba), ¿qué vamos a saber de los lenguajes inclusivos?, mucho menos usamos esas payasadas tan de moda.

A final de cuentas, la ciencia ha demostrado que no existen las razas humanas y que las variaciones de color que podemos constatar no son el resultado de genes diferentes. Si de razas se tratara, hay una sola: la humana.

Así que no es crítica social, pero igual de tarugos están los mirreyes, como los resentidos que siguen creyendo que solo los descendientes directos de los aztecas tienen el privilegio de ser llamados mexicanos. Como que se les olvida, o se hacen weyes o de plano no saben, que fueron los taxcaltecas (sus vecinos más próximos) quienes en verdad los conquistaron. Les partieron el queso a la mitad por ojaldras.

Y si para ser catalogado como whitexican se necesita cierto subdesarrollo neuronal y evolutivo, todos los demás fugitivos de la hiperpigmentación, somos simplemente güerillos de rancho.