/ viernes 4 de octubre de 2019

Ingenioso Hidalgo

Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes, que recorrían el mundo socorriendo a los débiles, desfaciendo entuertos y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia. Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta los valores que movían a aquéllos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas. Ahora, como se lamenta con melancolía el propio Don Quijote en su discurso sobre las armas y las letras, la guerra no la deciden las espadas y las lanzas, es decir, el coraje y la pericia del individuo, sino el tronar de los cañones y la pólvora, una artillería que, en el estruendo de las matanzas que provoca, ha volatilizado aquellos códigos del honor individual y las proezas de los héroes que forjaron las siluetas míticas de un Amadís de Gaula, de un Tirante el Blanco y de un Tristán de Leonis. La literatura caballeresca que hace perder los sesos al Quijote, no es "realista", porque las delirantes proezas de sus paladines no reflejan una realidad vivida. Pero ella es una respuesta genuina, fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos y, sobre todo, de rechazo, a un mundo muy real en el que ocurría exactamente lo opuesto a ese quehacer ceremonioso y elegante, a esa representación en la que siempre triunfaba la justicia, y el delito y el mal merecían castigo y sanciones, en el que vivían, sumidos en la zozobra y la desesperación, quienes leían (o escuchaban leer en las tabernas y en las plazas) ávidamente las novelas de caballerías. Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano en Don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar el pasado, sino en algo todavía mucho más ambicioso: realizar el mito, transformar la ficción en historia viva. El gran tema de Don Quijote de la Mancha es la ficción, su razón de ser, y la manera como ella, al infiltrarse en la vida, la va modelando, transformando. La ficción es un asunto central de la novela, porque el hidalgo manchego que es su protagonista ha sido "desquiciado" también en su locura hay que ver una alegoría o un símbolo antes que un diagnóstico clínico por las fantasías de los libros de caballerías, y, creyendo que el mundo es como lo describen las novelas de Amadises y Palmerines, se lanza a él en busca de unas aventuras que vivirá de manera paródica, provocando y padeciendo pequeñas catástrofes. Al mismo tiempo que una novela sobre la ficción, el Quijote es un canto a la libertad. Conviene detenerse un momento a reflexionar sobre la famosísima frase de Don Quijote a Sancho Panza: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. Detrás de la frase, y del personaje de ficción que la pronuncia, asoma la silueta del propio Miguel de Cervantes, que sabía muy bien de lo que hablaba. Los cinco años que pasó cautivo de los moros en Argel, y las tres veces que estuvo en la cárcel en España por deudas y acusaciones de malos manejos cuando era inspector de contribuciones en Andalucía para la Armada, debían de haber aguzado en él, como en pocos, un apetito de libertad, y un horror a la falta de ella, que impregna de autenticidad y fuerza a aquella frase y da un particular sesgo libertario a la historia del Ingenioso Hidalgo. “La poesía debe ser un poco seca para que arda bien, y de este modo iluminarnos y calentarnos, Octavio Paz”.

Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes, que recorrían el mundo socorriendo a los débiles, desfaciendo entuertos y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia. Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta los valores que movían a aquéllos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas. Ahora, como se lamenta con melancolía el propio Don Quijote en su discurso sobre las armas y las letras, la guerra no la deciden las espadas y las lanzas, es decir, el coraje y la pericia del individuo, sino el tronar de los cañones y la pólvora, una artillería que, en el estruendo de las matanzas que provoca, ha volatilizado aquellos códigos del honor individual y las proezas de los héroes que forjaron las siluetas míticas de un Amadís de Gaula, de un Tirante el Blanco y de un Tristán de Leonis. La literatura caballeresca que hace perder los sesos al Quijote, no es "realista", porque las delirantes proezas de sus paladines no reflejan una realidad vivida. Pero ella es una respuesta genuina, fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos y, sobre todo, de rechazo, a un mundo muy real en el que ocurría exactamente lo opuesto a ese quehacer ceremonioso y elegante, a esa representación en la que siempre triunfaba la justicia, y el delito y el mal merecían castigo y sanciones, en el que vivían, sumidos en la zozobra y la desesperación, quienes leían (o escuchaban leer en las tabernas y en las plazas) ávidamente las novelas de caballerías. Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano en Don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar el pasado, sino en algo todavía mucho más ambicioso: realizar el mito, transformar la ficción en historia viva. El gran tema de Don Quijote de la Mancha es la ficción, su razón de ser, y la manera como ella, al infiltrarse en la vida, la va modelando, transformando. La ficción es un asunto central de la novela, porque el hidalgo manchego que es su protagonista ha sido "desquiciado" también en su locura hay que ver una alegoría o un símbolo antes que un diagnóstico clínico por las fantasías de los libros de caballerías, y, creyendo que el mundo es como lo describen las novelas de Amadises y Palmerines, se lanza a él en busca de unas aventuras que vivirá de manera paródica, provocando y padeciendo pequeñas catástrofes. Al mismo tiempo que una novela sobre la ficción, el Quijote es un canto a la libertad. Conviene detenerse un momento a reflexionar sobre la famosísima frase de Don Quijote a Sancho Panza: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. Detrás de la frase, y del personaje de ficción que la pronuncia, asoma la silueta del propio Miguel de Cervantes, que sabía muy bien de lo que hablaba. Los cinco años que pasó cautivo de los moros en Argel, y las tres veces que estuvo en la cárcel en España por deudas y acusaciones de malos manejos cuando era inspector de contribuciones en Andalucía para la Armada, debían de haber aguzado en él, como en pocos, un apetito de libertad, y un horror a la falta de ella, que impregna de autenticidad y fuerza a aquella frase y da un particular sesgo libertario a la historia del Ingenioso Hidalgo. “La poesía debe ser un poco seca para que arda bien, y de este modo iluminarnos y calentarnos, Octavio Paz”.