/ domingo 21 de agosto de 2022

Sol Y Sombras

Que semana tan difícil la que hemos enfrentado los celayenses, la violencia escala cada vez más y hoy ha tocado a la familia del alcalde y de alguna manera a todos los celayenses, que nos duele saber que una familia más se fragmenta por la maldita violencia que no cesa.

Desanimo, tristeza, sentimientos de que nada tiene sentido, de que no sirve de mucho hacer o dejar de hacer, cuando el precio que se debe pagar es tan alto.

De qué sirve entonces intentar hacer las cosas lo mejor que se puede, hoy eso es sinónimo de peligro en diferentes esferas, por supuesto en la gubernamental, pero también en la empresarial, si eres exitoso, si te esfuerzas, si te va bien, si la vida te permite cosechar lo sembrado, entonces eres presa fácil de la delincuencia. ¿Por qué llegamos a este punto? En qué momento, los antisociales ganaron todos los derechos de rompernos, de asustarnos, de doblegarnos así, dónde está la libertad, que es el derecho inalienable de cualquier ser humano, de decir y de hacer.

Hoy, todo es miedo, no deberías de decir, no deberías de hacer, las recomendaciones en cada cosa son limitativas, y esa inacción a dónde nos va a conducir, a ser anulados por el miedo, a inyectar en nuestros hijos y en las nuevas generaciones, la idea de que todo es malo y peligroso.

A conformarnos, a cruzarnos de brazos, porque no hay salida, porque no hay solución, porque nadie quiere perder a nadie, porque no se vale, porque no es justo, pero tenemos mucho miedo y eso nos paraliza, nos consterna.

No puedo imaginar siquiera lo doloroso que este hecho lamentable resulta para tantas personas, hijos, padres, hermanos, esposa, amigos, y cómo impactará en el tiempo.

Desde estas líneas, quiero externar mi solidaridad y mi impotencia profunda, porque nadie nos merecemos algo así, porque ninguna vida debería arrebatarse de este modo, porque duele saber que, en un estado de no derecho, los niveles de vulnerabilidad a los que estamos expuestos son gigantes.

Duele decirlo, pero, aunque los buenos somos más, los malos nos van ganando, o al menos, así se siente, de dónde tomamos fuerza para seguir intentando, hasta cuándo, será que podemos creer que hay una luz al final de este oscuro túnel, la voz optimista de nuestra conciencia, dirá que si, dirá también que tal vez debemos tocar fondo para renacer como sociedad y encontrar caminos distintos de hacer las cosas, generando seres humanos diferentes a los que prevalecen hoy.

La voz pesimista dirá que no, afirmará contundente que las cosas se van a poner cada día peor, que nos volveremos un pueblo fantasma, del que la gente comenzará a huir porque nadie quiere vivir así.

Lo verdadero, es que muchos celayenses no sabemos rendirnos, no tenemos permiso de bajar los brazos y aceptar que ya perdimos, nos seguimos aferrando a la idea de que esto pasará.

Otros más, no tenemos otra alternativa, pues lo poco construido está aquí, en Celaya, esa ciudad que nos ha dado todo cuanto somos.

Que nos sigue recordando los buenos tiempos con tanta nostalgia, cuando los problemas eran fáciles de resolver, cuando vivíamos en paz y regresábamos a casa a altas horas de la noche sin miedo. El gran reto es saber, si seremos capaces de reconstruir ese Celaya que tanto añoramos, lo que es verdad, es que si fuimos pieza clave para la descomposición de todo esto, por permisivos, por corruptos, por hacernos de la vista gorda o por muchas cosas más, ahora también deberíamos buscar mecanismos para enmendar el error.

Hoy sólo hablaré de un aspecto que me parece importante replantearnos y me refiero al juicio, a lo fáciles que somos para enjuiciar a otro, para señalar y sin elementos suficientes, verter opiniones, solo por el derecho de hacerlo, sin medir los impactos en el otro.

Recuerdo que cuando estudié tercero de primaria, llevaba un libro de lecturas que me gustaba mucho y ahí se contaba la fábula del niño y el burro y el anciano.

Me parece la mejor forma de ejemplificar lo ligeros que somos para juzgar, opinar y señalar al otro, se la comparto para la reflexión.

Érase una vez un abuelo y un nieto que decidieron emprender un viaje junto con un burro, inicialmente el anciano hizo que el niño montara en el animal, con el fin de que no se cansara, sin embargo, al llegar a una aldea, los lugareños empezaron a comentar y criticar que el anciano tuviera que ir al pie mientras que el niño, más joven y vital, fuera montado.

Las críticas hicieron que finalmente abuelo y nieto cambiaran posiciones, yendo ahora el anciano montado sobre el burro y el niño caminando al lado, sin embargo, al pasar por una segunda aldea, los lugareños pusieron el grito en el cielo de que el pobre niño fuera caminando mientras el hombre mayor lo hacía cómodamente montado.

Ambos decidieron entonces montar en el animal, pero al llegar a un tercer poblado los aldeanos criticaron duramente a ambos, acusándoles de cargar en exceso al pobre burro.

Ante esto, el anciano y su nieto decidieron ir ambos a pie, caminando al lado del animal, pero en un cuarto pueblo se rieron de ellos, dado que disponían de una montura y ninguno de ellos viajaba en ella, considerándolos unos tontos.

El abuelo aprovechó la situación para hacer ver a su nieto el hecho de que, hicieran lo que hicieran, siempre habría alguien a quien le parecería mal y que lo importante no era lo que otros dijeran, sino lo que creyera uno mismo.

Hasta aquí la fábula.

Sin duda, todos alguna vez hemos intentado complacer a todo mundo, caer bien, agradar y ponerles buena cara a todos, pero en el intento nos hemos percatado de que se trata de una tarea imposible de completar con éxito.

Seguramente en alguna ocasión nos hemos sentido mal por lo que alguien haya pensado o dicho de nosotros, tanto, que quizá creemos que deberíamos tomar una decisión y ajustarla al gusto de esa persona, lo único seguro, es que en el instante que tomemos esa decisión, otra persona te criticará, porque no le gustó el cambio.

La moraleja entonces es: imposible es satisfacer a todo el mundo, ya lo dice el refrán: “nunca llueve a gusto de todos”.

Hasta pronto

Que semana tan difícil la que hemos enfrentado los celayenses, la violencia escala cada vez más y hoy ha tocado a la familia del alcalde y de alguna manera a todos los celayenses, que nos duele saber que una familia más se fragmenta por la maldita violencia que no cesa.

Desanimo, tristeza, sentimientos de que nada tiene sentido, de que no sirve de mucho hacer o dejar de hacer, cuando el precio que se debe pagar es tan alto.

De qué sirve entonces intentar hacer las cosas lo mejor que se puede, hoy eso es sinónimo de peligro en diferentes esferas, por supuesto en la gubernamental, pero también en la empresarial, si eres exitoso, si te esfuerzas, si te va bien, si la vida te permite cosechar lo sembrado, entonces eres presa fácil de la delincuencia. ¿Por qué llegamos a este punto? En qué momento, los antisociales ganaron todos los derechos de rompernos, de asustarnos, de doblegarnos así, dónde está la libertad, que es el derecho inalienable de cualquier ser humano, de decir y de hacer.

Hoy, todo es miedo, no deberías de decir, no deberías de hacer, las recomendaciones en cada cosa son limitativas, y esa inacción a dónde nos va a conducir, a ser anulados por el miedo, a inyectar en nuestros hijos y en las nuevas generaciones, la idea de que todo es malo y peligroso.

A conformarnos, a cruzarnos de brazos, porque no hay salida, porque no hay solución, porque nadie quiere perder a nadie, porque no se vale, porque no es justo, pero tenemos mucho miedo y eso nos paraliza, nos consterna.

No puedo imaginar siquiera lo doloroso que este hecho lamentable resulta para tantas personas, hijos, padres, hermanos, esposa, amigos, y cómo impactará en el tiempo.

Desde estas líneas, quiero externar mi solidaridad y mi impotencia profunda, porque nadie nos merecemos algo así, porque ninguna vida debería arrebatarse de este modo, porque duele saber que, en un estado de no derecho, los niveles de vulnerabilidad a los que estamos expuestos son gigantes.

Duele decirlo, pero, aunque los buenos somos más, los malos nos van ganando, o al menos, así se siente, de dónde tomamos fuerza para seguir intentando, hasta cuándo, será que podemos creer que hay una luz al final de este oscuro túnel, la voz optimista de nuestra conciencia, dirá que si, dirá también que tal vez debemos tocar fondo para renacer como sociedad y encontrar caminos distintos de hacer las cosas, generando seres humanos diferentes a los que prevalecen hoy.

La voz pesimista dirá que no, afirmará contundente que las cosas se van a poner cada día peor, que nos volveremos un pueblo fantasma, del que la gente comenzará a huir porque nadie quiere vivir así.

Lo verdadero, es que muchos celayenses no sabemos rendirnos, no tenemos permiso de bajar los brazos y aceptar que ya perdimos, nos seguimos aferrando a la idea de que esto pasará.

Otros más, no tenemos otra alternativa, pues lo poco construido está aquí, en Celaya, esa ciudad que nos ha dado todo cuanto somos.

Que nos sigue recordando los buenos tiempos con tanta nostalgia, cuando los problemas eran fáciles de resolver, cuando vivíamos en paz y regresábamos a casa a altas horas de la noche sin miedo. El gran reto es saber, si seremos capaces de reconstruir ese Celaya que tanto añoramos, lo que es verdad, es que si fuimos pieza clave para la descomposición de todo esto, por permisivos, por corruptos, por hacernos de la vista gorda o por muchas cosas más, ahora también deberíamos buscar mecanismos para enmendar el error.

Hoy sólo hablaré de un aspecto que me parece importante replantearnos y me refiero al juicio, a lo fáciles que somos para enjuiciar a otro, para señalar y sin elementos suficientes, verter opiniones, solo por el derecho de hacerlo, sin medir los impactos en el otro.

Recuerdo que cuando estudié tercero de primaria, llevaba un libro de lecturas que me gustaba mucho y ahí se contaba la fábula del niño y el burro y el anciano.

Me parece la mejor forma de ejemplificar lo ligeros que somos para juzgar, opinar y señalar al otro, se la comparto para la reflexión.

Érase una vez un abuelo y un nieto que decidieron emprender un viaje junto con un burro, inicialmente el anciano hizo que el niño montara en el animal, con el fin de que no se cansara, sin embargo, al llegar a una aldea, los lugareños empezaron a comentar y criticar que el anciano tuviera que ir al pie mientras que el niño, más joven y vital, fuera montado.

Las críticas hicieron que finalmente abuelo y nieto cambiaran posiciones, yendo ahora el anciano montado sobre el burro y el niño caminando al lado, sin embargo, al pasar por una segunda aldea, los lugareños pusieron el grito en el cielo de que el pobre niño fuera caminando mientras el hombre mayor lo hacía cómodamente montado.

Ambos decidieron entonces montar en el animal, pero al llegar a un tercer poblado los aldeanos criticaron duramente a ambos, acusándoles de cargar en exceso al pobre burro.

Ante esto, el anciano y su nieto decidieron ir ambos a pie, caminando al lado del animal, pero en un cuarto pueblo se rieron de ellos, dado que disponían de una montura y ninguno de ellos viajaba en ella, considerándolos unos tontos.

El abuelo aprovechó la situación para hacer ver a su nieto el hecho de que, hicieran lo que hicieran, siempre habría alguien a quien le parecería mal y que lo importante no era lo que otros dijeran, sino lo que creyera uno mismo.

Hasta aquí la fábula.

Sin duda, todos alguna vez hemos intentado complacer a todo mundo, caer bien, agradar y ponerles buena cara a todos, pero en el intento nos hemos percatado de que se trata de una tarea imposible de completar con éxito.

Seguramente en alguna ocasión nos hemos sentido mal por lo que alguien haya pensado o dicho de nosotros, tanto, que quizá creemos que deberíamos tomar una decisión y ajustarla al gusto de esa persona, lo único seguro, es que en el instante que tomemos esa decisión, otra persona te criticará, porque no le gustó el cambio.

La moraleja entonces es: imposible es satisfacer a todo el mundo, ya lo dice el refrán: “nunca llueve a gusto de todos”.

Hasta pronto

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