“La humildad abrirá más puertas de las que jamás abrirá la arrogancia”. Zig Ziglar.
Naturales y a veces sorprendentes son las habilidades de algunas personas que no las tiene uno. Dones en todas las actividades del ser humano que la Real Academia de la Lengua las define como “habilidades para hacer algo”. Una cualidad natural e innata del individuo para hacer más y mejor, en menos tiempo, con mayor acierto y calidad. Dones que las religiones los confieren al poder divino. En estas líneas me refiero al Don como talento de las personas, el que se encuentra ligado a la herencia natural a través de los pequeños segmentos de ADN que contienen la información de los genes, lo que con tino se dice que hay personas que nacen con talento y no con un Don que cae del cielo, sino la predisposición genética que con esfuerzo y perseverancia se logra desarrollar con éxito alguna actividad en lo deportivo, lo científico, lo comercial, lo profesional, lo militar. Un talento aparte y meritorio es el de quien tiene la capacidad de mostrar por medio de la plástica, las figuras, los colores, la prosa, la poesía o los sonidos lo que solo la creatividad del hombre puede desplegar.
La tecnología y en especial la cibernética han permitido el acceso a la información que ha provocado cambios en la forma como estudiamos, como aprendemos, un recurso que abre las puertas lo mismo a la Biblioteca de Alejandría, que a la NASA o al más remoto paraje de la Tierra. Empero, la facilidad de acceder al conocimiento no garantiza el aprendizaje, siendo preciso echar a andar el proceso intelectual y natural, lo que plantea poner en la mesa si antes del internet los talentos temían más valor que los de hoy.
En tiempos pasados, el desarrollo intelectual sin los auxiliares de la tecnología, cuando se dependía solo de la guía presencial del maestro era más loable, y más aún cuando haciendo uso de sus propias habilidades creativas, se auto descubre el talento sin el auxilio del mentor, es del que se enseña a sí mismo, el que investiga por su cuenta, el que en la música es tan creativo como el que creció y llegó a la madurez con asistencia de maestros.
Con la sinfonía nº 8 interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena, con el año arrancó la celebración del ducentésimo aniversario de nacimiento Anton Bruckner, músico que diestramente fue un autodidacta y que sus biógrafos lo colocan como un extraordinario sinfonista a la altura de Beethoven o Brahms. Bruckner fue organista de Iglesia, un hombre religioso (compuso tres misas), sencillo, rural, lejos del corazón de la música de la sofisticada Viena, no se le conocieron aventuras ni vida amorosa, se decía que la Biblia y la biografía de Napoleón eran sus únicos libros. No obstante, internamente vivió una pasión obstinada y devastadora por una sola cosa: las sinfonías. Otro delirio fue la macabra fascinación por la muerte y los muertos. Entre los pocos viajes que hizo, fue a Bayreuth para orar en la tumba de Richard Wagner el compositor que admiró por encima de todos.
Su frenetismo por los difuntos se manifestó por su obsesión de ver los restos mortales de Schubert y de Beethoven que nunca logró.
Entre las 11 sinfonías que compuso, con la que abrió el año la Filarmónica de Viena, para mi gusto es la que ocupa el primer lugar. Una sinfonía, que al ser una y otra vez revisada después de su estreno refleja la inseguridad del compositor austriaco.
Con certeza, este año las orquestas sinfónicas y filarmónicas del mundo se encargarán de rememorar al notable compositor austriaco.
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