/ miércoles 28 de noviembre de 2018

Ingenioso Hidalgo

Literariamente, el Quijote inaugura la novela moderna al tomar como protagonista a un personaje con tantos defectos como virtudes, maneja el lenguaje y la ironía con maestría, y mil cosas más. Filosóficamente, defiende a ultranza la libertad, refleja el realismo existencial, la necesidad de la ficción para que la vida sea verdaderamente real, enfrenta a la locura con la cordura, juega con ellas hasta confundirlas y ensancha nuestra mirada obligándonos a ver el mundo desde fuera, desde los ojos de un loco. El primer concepto clave para entender la concepción vital y filosófica que hay en el trasfondo del Quijote es lo que el filólogo y cervantista Américo Castro llamó “realismo existencial”. El realismo existencial es, básicamente, la conciencia de que la vida tal cual es no es suficiente, de que necesita del empuje de la ficción para ser verdaderamente real. Don Quijote se lanza, efectivamente, a vivir una ficción como si fuera la realidad, porque la vida, por sí misma, no lo es. De hecho, se ha llegado a decir que don Quijote no está loco, sino que en realidad está jugando. En la aventura de los rebaños de ovejas, por ejemplo, dice el texto: “Comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alancease a sus verdaderos enemigos” cuando si realmente pensara atacar a caballeros su lanza apuntaría demasiado alto para poder acometer contra las ovejas. En el fondo, poco importa si don Quijote está loco o está jugando; el caso es que vive la ficción como realidad. Este concepto es central en toda la literatura española del siglo XVII, y especialmente en el teatro, pero por supuesto cada autor le da un contenido ideológico diferente. En el caso de Cervantes, ocurre que la ficción o la locura de don Quijote es más justa y más bella que la realidad de un país encanallado en el que la Inquisición persigue de forma tan paranoide como implacable cualquier atisbo de heterodoxia religiosa –como no comer cerdo, lavarse con excesiva frecuencia o leer mucho, algo de lo que se burla Cervantes en La elección de los alcaldes de Daganzo y los vecinos se denuncian unos a otros, muchas veces forma preventiva de despejar las sospechas en torno a sí. Don Quijote, en cambio, es pura bondad. Nada más ser armado caballero, tropieza con Andrés, un muchacho a quien su amo está azotando con una correa por haberse descuidado al vigilar el rebaño. Inmediatamente, lo desata y obliga al labrador a pagarle el salario que le adeuda. En cuanto, creyendo haber “desfecho el entuerto”, pica espuelas, el labrador vuelve a atar a Andrés y reanuda la paliza, pero esta vez con más saña. La ingenuidad de Don Quijote ha convertido sus buenas intenciones en efectos perversos, pero queda claro con quién están las simpatías del narrador y del lector, al menos a partir del siglo XVIII, curiosamente–: Don Quijote actúa con justicia, y lo que falla no es su conducta, sino un mundo en el que una conducta tan virtuosa tiene unas consecuencias tan dañosas. La ficción en la que vive don Quijote aparece como un ejemplo de justicia, de belleza –por más que se ría Cervantes de las majaderías de la caballería andante, queda claro que es más bella y más emocionante una vida con gigantes, ejércitos y Dulcineas que una vida con molinos, ovejas y Aldonzas, y por ello, aunque paradójicamente, de verdad. Como dijo Juan Goytisolo al recibir el Premio Cervantes 2014, “su locura es una forma superior de cordura”. Toda la vida de don Quijote desde que es armado caballero consiste en el empeño de traer esos ideales de belleza y de justicia que son la verdadera realidad, aunque no sean la realidad de la vida. Don Quijote se lanza a vivir una ficción como si fuera la realidad, porque la vida, por sí misma, no lo es. Se ha dicho que Don Quijote no está loco, sino que está jugando y el resultado de este platonismo vivido es dispar. Por una parte, don Quijote obtiene derrota tras derrota y paliza tras paliza, en un sentido muy literal en sus andanzas, además de ocasionar de vez en cuando, como en el caso de Andrés, la desgracia de aquellos a quienes pretende ayudar. Por otra, la presencia de Don Quijote supone un soplo de libertad en las vidas de quienes se cruza en su camino, especialmente en el caso de Sancho Panza, que empieza la novela advirtiendo al caballero contra todas sus aventuras y la termina inventando él las aventuras como en el episodio de Clavileño e incluso, una vez que Don Quijote es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna y jura apartarse de la caballería por un año, abraza con más entusiasmo que su amo el proyecto de una vida pastoril. Incluso otros personajes parecen, con el pretexto de burlarse de Don Quijote, disfrutar de la invención de nuevas ficciones y aventuras para el caballero. Pero, ante todo, el principal efecto de la vida de Don Quijote en sí mismo y en quien le sigue, como Sancho, es la felicidad: viviendo la vida como si fuera más justa y más bella de lo que es, siendo caballero andante y escudero y no hidalgo pobre y labrador, son más dichosos. Ese es el sentido de la ficción en el Quijote: ensanchar nuestra mirada, permitirnos imaginar realidades mejores y más felices que esta para que esta realidad, y nosotros con ella, termine siendo mejor y más feliz. “De altos espíritus es apreciar las cosas altas, Don Quijote”


Literariamente, el Quijote inaugura la novela moderna al tomar como protagonista a un personaje con tantos defectos como virtudes, maneja el lenguaje y la ironía con maestría, y mil cosas más. Filosóficamente, defiende a ultranza la libertad, refleja el realismo existencial, la necesidad de la ficción para que la vida sea verdaderamente real, enfrenta a la locura con la cordura, juega con ellas hasta confundirlas y ensancha nuestra mirada obligándonos a ver el mundo desde fuera, desde los ojos de un loco. El primer concepto clave para entender la concepción vital y filosófica que hay en el trasfondo del Quijote es lo que el filólogo y cervantista Américo Castro llamó “realismo existencial”. El realismo existencial es, básicamente, la conciencia de que la vida tal cual es no es suficiente, de que necesita del empuje de la ficción para ser verdaderamente real. Don Quijote se lanza, efectivamente, a vivir una ficción como si fuera la realidad, porque la vida, por sí misma, no lo es. De hecho, se ha llegado a decir que don Quijote no está loco, sino que en realidad está jugando. En la aventura de los rebaños de ovejas, por ejemplo, dice el texto: “Comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alancease a sus verdaderos enemigos” cuando si realmente pensara atacar a caballeros su lanza apuntaría demasiado alto para poder acometer contra las ovejas. En el fondo, poco importa si don Quijote está loco o está jugando; el caso es que vive la ficción como realidad. Este concepto es central en toda la literatura española del siglo XVII, y especialmente en el teatro, pero por supuesto cada autor le da un contenido ideológico diferente. En el caso de Cervantes, ocurre que la ficción o la locura de don Quijote es más justa y más bella que la realidad de un país encanallado en el que la Inquisición persigue de forma tan paranoide como implacable cualquier atisbo de heterodoxia religiosa –como no comer cerdo, lavarse con excesiva frecuencia o leer mucho, algo de lo que se burla Cervantes en La elección de los alcaldes de Daganzo y los vecinos se denuncian unos a otros, muchas veces forma preventiva de despejar las sospechas en torno a sí. Don Quijote, en cambio, es pura bondad. Nada más ser armado caballero, tropieza con Andrés, un muchacho a quien su amo está azotando con una correa por haberse descuidado al vigilar el rebaño. Inmediatamente, lo desata y obliga al labrador a pagarle el salario que le adeuda. En cuanto, creyendo haber “desfecho el entuerto”, pica espuelas, el labrador vuelve a atar a Andrés y reanuda la paliza, pero esta vez con más saña. La ingenuidad de Don Quijote ha convertido sus buenas intenciones en efectos perversos, pero queda claro con quién están las simpatías del narrador y del lector, al menos a partir del siglo XVIII, curiosamente–: Don Quijote actúa con justicia, y lo que falla no es su conducta, sino un mundo en el que una conducta tan virtuosa tiene unas consecuencias tan dañosas. La ficción en la que vive don Quijote aparece como un ejemplo de justicia, de belleza –por más que se ría Cervantes de las majaderías de la caballería andante, queda claro que es más bella y más emocionante una vida con gigantes, ejércitos y Dulcineas que una vida con molinos, ovejas y Aldonzas, y por ello, aunque paradójicamente, de verdad. Como dijo Juan Goytisolo al recibir el Premio Cervantes 2014, “su locura es una forma superior de cordura”. Toda la vida de don Quijote desde que es armado caballero consiste en el empeño de traer esos ideales de belleza y de justicia que son la verdadera realidad, aunque no sean la realidad de la vida. Don Quijote se lanza a vivir una ficción como si fuera la realidad, porque la vida, por sí misma, no lo es. Se ha dicho que Don Quijote no está loco, sino que está jugando y el resultado de este platonismo vivido es dispar. Por una parte, don Quijote obtiene derrota tras derrota y paliza tras paliza, en un sentido muy literal en sus andanzas, además de ocasionar de vez en cuando, como en el caso de Andrés, la desgracia de aquellos a quienes pretende ayudar. Por otra, la presencia de Don Quijote supone un soplo de libertad en las vidas de quienes se cruza en su camino, especialmente en el caso de Sancho Panza, que empieza la novela advirtiendo al caballero contra todas sus aventuras y la termina inventando él las aventuras como en el episodio de Clavileño e incluso, una vez que Don Quijote es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna y jura apartarse de la caballería por un año, abraza con más entusiasmo que su amo el proyecto de una vida pastoril. Incluso otros personajes parecen, con el pretexto de burlarse de Don Quijote, disfrutar de la invención de nuevas ficciones y aventuras para el caballero. Pero, ante todo, el principal efecto de la vida de Don Quijote en sí mismo y en quien le sigue, como Sancho, es la felicidad: viviendo la vida como si fuera más justa y más bella de lo que es, siendo caballero andante y escudero y no hidalgo pobre y labrador, son más dichosos. Ese es el sentido de la ficción en el Quijote: ensanchar nuestra mirada, permitirnos imaginar realidades mejores y más felices que esta para que esta realidad, y nosotros con ella, termine siendo mejor y más feliz. “De altos espíritus es apreciar las cosas altas, Don Quijote”